En comunicación con España, desde algún lugar del Atlántico.
Transmito directamente desde el avión, en vuelo IB6251.
El vuelo hacia Madrid ha sido… deprimente. Una mujer que se
sentaba a mi lado llamada Maribel, viajaba hacia Venezuela para ver a su marido
tras unas duras sesiones de radioterapia para superar un cáncer. A ella le
encanta viajar, y a ha vivido en Boston muchos años con su hija, que de hecho está
estudiando allí. Maribel ahora está desempleada, pero está feliz. Planea volver
a Boston para Navidad. Al parecer Boston es la mejor ciudad del mundo. Hace
poco tuvo una experiencia en España que renovó su amor por los EEUU. Me ha recomendado un supermercado baratísimo
si voy a Boston. Ya os podéis imaginar, lo rápida que se me ha pasado la hora.
Por fin una vez habiendo llegado a Madrid me encuentro con
la feliz noticia de que mi próximo vuelo, y todos los de Iberia, se cogen en la
terminal en la que he aterrizado. Asiendo bien mi preciada tarjeta de embarque,
me voy en busca de mi “fellow traveller” Judith
Así que allí estaba yo, en la terminal cuatro, una hora y
media después de la hora prevista, pero tranquila al fin y al cabo, porque
estaba en la terminal correcta, (ventajas de viajar con una misma compañía). No
obstante, nada más bajar del avión Judi me ha avisado de que tenía que ir a la
puerta de embarque U70, y que ella me esperaba allí. Entonces hecho un vistazo
en derredor, y veo un cartel que indicaba con metálica frialdad a dónde me
podía ir, quiero decir, por dónde podía ir. Las cuatro secciones de embarque
eran M,R,S,U, insisto: TODAS DENTRO DE LA MISMA TERMINAL.
Y allá que voy yo, siguiendo los letreritos por un pasillo
extraordinariamente largo, cuando estoy llegando ya al final del pasillo, me
topo con un ascensor que indica bajo cada letra, un número de minutos. En mi
caso, el vinilo amarillo debajo de la letra U, ponía 23 minutos.
¿23 minutos? Miro de nuevo el número. No es una pantalla, es
un adhesivo. Luego debe de indicar un dato que no suele variar. ¿23 minutos?
¿No será ese el tiempo de llegada? Con mi cara de circunstancia, mientras el
ascensor se acercaba, pasa acertadamente alguien con camisa blanca con pinta de
trabajar allí. Justo cuando le voy a preguntar, alguien se me adelanta. En
efecto, son 23 minutos de trayecto hasta las puertas de embarque U. Increíble.
Increíble. Me veo arrastrada por la masa de gente dentro del ascensor, y justo
al llegar al nivel inferior, nos encontramos ante unas puertas y un cartel
luminoso: EL PRÓXIMO TREN LLEGARÁ EN 30 SEGUNDOS.
¿¿TREN??
Si, tren, todo metálico y práctico, sin apenas asientos, y
yo allí anonadada, maleta en mano, mochila en espalda, y riñonera en… en los
riñones vaya.
Si alguien se lo pregunta, despejo la duda: de ninguna
manera se tarda únicamente 23 minutos. Por lo menos han sido 30. Antes de
llegar a la terminal, el control de pasaportes fue rápido. Cada vez que miraba
la hora, no podía más que dar gracias por tener ya la tarjeta de embarque del
vuelo hacia Nueva York.
Las letras de los letreros iban desapareciendo. Primero había
carteles con tres letras: R,S,U. Después desapareció la R, y yo pensaba que
Barajas estaba “jugando” conmigo. Cuando la letra S desapareció también, y
quedó sólo la U, pensé que era el siguiente pasillo, y no me equivocaba, pero
las puertas empezaban, como dicta la lógica en el número uno. Volví a mirar el
sms de Judith, y evalué la prodifundidad del pasillo. Resignada caminé rápido
hasta la puerta 70, donde, como una vieja amiga, esperaba Judi guardando sitio
en los primeros puestos de la cola de embarque.
La suerte nos acompañó cuando al subir al avión, una chica
fue instada a intercambiar su sitio conmigo, permitiendo así que Judith y yo
nos sentáramos juntas. Esto ha ocasionado nuestra primera deuda estadounidense:
le debemos una cerveza.
Por ahora, aún quedan seis largas horas de viaje, que pese a
todo, se están pasando amenas compartiendo las inquietudes de qué haremos en la
gran manzana. La comida de abordo no ha resultado un fiasco, como dicen los
clichés. Lo mejor ha sido el resopón: el primer café americano, servido en
tierra de nadie. Tras eso, y con nostalgia de mi Europa natal, un té con leche
entre pecho y espalda, me ha mantenido con las reservas de cafeína llenas, y
con ánimo de soportar el jetlag.
Recién hemos rellenado un papel asegurando que no portamos
bichos venenosos ni écoli, y ahora trataremos de hechar una siesta, para no
tener ganas de dormir nada más llegar al aeropuerto.
Subiré esta entrada nada más llegar al piso, tras realizar
las llamadas de rigor.
Y cuando lo haga… ESTARÉ EN NUEVA YORK!